sábado, 6 de diciembre de 2008

El olor de los senos


El olor de los senos muerde los dedos. Siempre está reclamando una libertad que no le corresponde. Es tímido tanto frente al ataque de la eyaculación como a la persuasión de la caricia. Es incoloro y encandila. Es el equivalente a la oscuridad total.

El olor de los senos es una gota mínima en un universo de gases y se expande tímida e inexorablemente hasta el último rincón de la materia. Queda siendo insosteniblemente sutil.

Es la presencia del fantasma retrógrado de algo que aún no ha nacido, y empieza a recorrer sin detenerse nunca, dejando detrás de sí mismo un laberinto aberrante con trampas sicológicas que amenazan con ser irreversibles, con emboscadas monstruosas y bóvedas perfectamente formadas para dejarlo a uno sitiado con la única esperanza de suicidarse para salvarse. O continuar. Pero uno es vulnerable a ese fantasma desde antes de tener uso de razón y hasta la ausencia del fantasma significa firmar una declaración ineludible con la estela que recorreremos obligatoriamente, cerrar un compromiso a perder. Empieza a recorrer para nunca terminar.

El olor de los senos está en la yema de los dedos ancianos y en las huellas dactilares frescas de un recién nacido. Y la mujer debería fecundarse por ahí pero no lo hace.

Un pezón es una bandera blanca extendida a la que aferrarse cuando el enemigo de uno para toda la vida ha tenido la ventaja desde antes de la batalla.

El olor de los senos es tímido por antonomasia. No hay perfume que potencie su aroma, su no-aroma, es como un vacío en la gama del aroma. Es una tarde que rema extenuada y apenas, por una fracción de algo impreciso, llega a la noche.

Es la implosión de una chispa en la lengua. Es la lengua caída y vuelta a erigirse ridículamente.

Hay algo de la lágrima ahí. Hay algo de voyeur y algo de espiar. Hay algo prohibido que alguien se permitió algún día y una gran vergüenza le hizo empezar a preferir el tacto en el seno.

Cuenta una historia que escucha uno como los árboles de la plaza escuchan a una pareja maldecirse la existencia. El olor de los senos de una mujer atesora una parte de la historia de uno, y esa parte de la historia de uno no es como la columna vertebral de nuestra existencia, ni como la sangre, ni como los huesos, ni como las venas. Esa parte de la historia de uno es una parte tan íntimamente vivida que ni uno mismo se hace consciente de ella.

Y si se escribiera un poema o una historia rosa con el olor de los senos de una mujer, sería como decir que es el punto exacto en el que los dos corazones, el de la mujer y el del hombre que huele, está en sincronía perfecta, laten al unísono sólo en ese instante.

Pero ese olor no es estremecedor, no tiene esa fuerza ni tampoco la genera.

Los Billetes (1)

Pensé siendo muy ingenuo (quizás por el pánico que empezaba a consumirme) que podía echarme para atrás, que había chance de ¿arrepentirme?

Pero no, ya era imposible, metido hasta el culo en la candela. Y lo peor es que cuando uno está en esa situación, sientes que te conoce todo el mundo, que como una peste maldita se ha regado a través de un complejo e inequívoco proceso de contagio todo el mundo, literalmente, se ha enterado de que existes, de quién eres. Y, lo peor de todo, justo cuando asumí que era imposible echarme para atrás y redimirme para salvarme, sientes no que cualquiera, sino que todo el mundo, colectiva y simultáneamente, te va a delatar.

Ahí, paradójicamente, el pánico deja de ser una impotencia frustrante y se convierte en una impotencia de resignación. Eso da valentía, el pánico empieza a convivir con la valentía. Se vuelven dinámicas, se retroalimentan.

Uno se levanta, y con una ineluctable serenidad empieza a caminar la vereda, salí a la luz poco a poco mientras sorteaba los escombros y empezaba a escalar pared arriba hasta la avenida. Llegué y volteé, miré El Guaire calmado, tenso y volátil como yo en ese momento. Qué cliché es equipararse al paisaje o a algún elemento de él cuando las emociones son mordaces, pensé.

La seguridad empieza a consolidarse, la valentía, a medida que vas caminando y descubres que aún cuando tienes varias horas deambulando, nadie parece haberte delatado, aún no te persigue la policía o un GN, no te están gritando: párate ahí, pajarito, si te mueves te vuelo la cabeza.

Aturdido por el hambre empecé a reírme de mí mismo. Pensándome con un billete en el bolsillo, encontrado ahí para mi sorpresa, un billete que se hubo salvado de la salvaje requisa, milagrosamente, en mis manos y yo acercándome a alguna panadería, haciéndole una seña amable al cajero y actuando con naturalidad ofreciéndoselo por un cachito y un jugo, un pan dulce y una chicha, lo que fuera. El hambre era insoportable. Entonces el tipo me miraría de arriba abajo, me daría la mercancía y no esperaría mucho para levantar el teléfono y denunciarme.

Ah, cómo disfrutaría ese manjar, con gusto me dejaría arrastrar a palos a la patrulla, recibir una vez ahí una coñaza bestial, mal sobrevivir una semana de torturas y, afortunado yo, concluyo mi divagación siendo abandonado, medio muerto, en el mismo escondite a la orilla de El Guaire y bajo las nalgas de Betancourt de donde hace nada salí.